07 Nov
07Nov

Recuerdo la claridad de esa mañana cuando la vi en el espejo del baño, enfrascada en su ritual diario de belleza. Habían pasado siete años desde que compartíamos estos momentos matutinos, y ella siempre se aplicaba maquillaje antes de salir a correr. Ese día, salió a la carrera y sin despedirse, un gesto tan común que pasó desapercibido, y fue precisamente allí donde comencé a notar la primera chispa de indiferencia.

Hacía ya seis meses que me había confesado un trauma oscuro y profundo, un abuso en su niñez que se erguía como un muro impenetrable entre nosotros. Había llegado al punto en que cualquier intento de intimidad la llevaba a lágrimas, víctima de recuerdos traumáticos y de un diagnóstico de vaginismo.

Me armé de paciencia y amor, buscando respuestas en la lectura, en terapia psicológica y en todo el apoyo que podía brindarle. Me volqué a los quehaceres del hogar y en complacerla, pero la distancia solo parecía crecer. Seis meses más de intentos frustrados y una creciente sensación de soledad en pareja, me llevaron a tomar una difícil decisión: dejar nuestro hogar.

Creí que, con mi ausencia, ella valoraría lo que teníamos y buscaría reencontrarse. Pero cuando pasó un mes y el teléfono seguía en silencio, mi confusión se transformó en desesperación. Me torturaba con preguntas sin respuestas, me atormentaba con pensamientos de infidelidad, y me frustraba por el fracaso de mi plan.

Después de varios meses de incertidumbre, un asalto en las calles cercanas a mi casa me hizo perder mi teléfono con toda la información que contenía. Pero entonces, mientras veía un segmento de noticias sobre ciberseguridad, recordé que había instalado una aplicación de rastreo en mi antiguo dispositivo, una que realizaba copias de seguridad semanales.

Con un nuevo teléfono en mano, recuperé mi información. Pero, al finalizar la recuperación, una inundación de mensajes y fotografías ajenas inundó mi dispositivo.

Fotos de mi ex en lencería que yo no había tomado me dejaron perplejo, pensé que era un error de la copia de seguridad, pero la explicación que recibí de la operadora me dejó helado. Había recuperado por error la copia de seguridad de mi ex, que estaba registrada en la misma cuenta que yo.

Borré la información, cambié la contraseña de la cuenta por una aleatoria para que solo ella pudiera recuperarla. Intenté olvidar las conversaciones y las imágenes que había visto, pero no pude. La verdad puede ser un veneno difícil de tragar, sobre todo si está teñida de engaños y secretos.

Las conversaciones revelaban una relación con un policía casado que había conocido durante sus trotes matutinos, incluso antes de que nuestros problemas comenzaran. Detalles de encuentros que habían tenido lugar bajo mis propias narices, y que no había logrado ver.

Mientras yo luchaba por rescatar nuestra relación, ella se escabullía con otro, culpándome de su distancia. La infidelidad femenina puede ser un arte oscuro de simulaciones y cuidadosas ocultaciones.

Esta no era la primera vez que me sentía engañado. Una ex anterior también me había traicionado. Ambos tuvimos problemas en nuestra relación y decidimos buscar refugio y consejo en la iglesia. Con el tiempo, llegué a confiar y apreciar al pastor de la iglesia, que se convirtió en un faro de esperanza y apoyo moral para mí. Me convenció de que la relación era tóxica y me animó a valorarme a mí mismo, a encontrar la valentía para terminarla.

Un día, cuando llegué a casa más temprano de lo normal, me enfrenté a una casa vacía y a una esposa inalcanzable por teléfono. La desesperación me llevó a buscar la ayuda de mi amigo, el pastor, pero también estaba inalcanzable.

La ansiedad me llevó hasta la iglesia, donde encontré el coche de mi esposa estacionado. Pensé que estaba rezando por nuestra relación, y me llené de remordimientos por mis sospechas. Decidí acercarme por la parte trasera de la iglesia, donde estaban las oficinas. Antes de llegar, escuché sonidos que me hicieron detenerme en seco, y una mirada a través de la ventana confirmó mis peores temores. Allí estaba ella, con el pastor. No tuve la fuerza para interrumpirlos, me senté en silencio y lloré.

Tras ese incidente, planifiqué cuidadosamente mi salida. Encontré un nuevo lugar para vivir y, en su ausencia, empaqué mis cosas y me mudé. Ella intentó hacerme sentir culpable, me acusó de ser poco hombre, y después me buscó llorando, pero yo ya había tomado mi decisión.

Eventualmente, accedí a encontrarme con ella para explicarle por qué la había dejado. Cuando llegué, la encontré junto al pastor, aparentemente dispuesto a ayudarnos a reconciliarnos. En ese momento, quise salir corriendo, pero me contuve. Revelé lo que había visto y les deseé suerte en su nuevo camino juntos. Le agradecí los años que compartimos y, mirándola a los ojos, le dije: "Espero verte en el infierno".

Ese día no solo puse fin a nuestra relación, sino que también me alejé de la iglesia. Desde entonces, he aprendido a valorar mi propia felicidad y a estar alerta a las señales de advertencia. Me he dado cuenta de que, a veces, es mejor enfrentar la dolorosa verdad que vivir en la negación. Porque, aunque la verdad puede doler, también puede liberar.

La vida después de estos incidentes ha sido un camino lleno de introspección y aprendizaje. Dejé atrás no solo relaciones tóxicas, sino también patrones de pensamiento que me mantenían atrapado en círculos viciosos de duda y desesperanza. Descubrí que cada desilusión, cada traición, lleva consigo una oportunidad para crecer y aprender.

Me embarqué en un viaje de autodescubrimiento, llenándome de literatura sobre la psicología humana, la confianza y el perdón. Comencé a entender que la infidelidad no era un reflejo de mi valor, sino del carácter y las decisiones de la persona infiel. Me volví consciente de la importancia de establecer límites claros y de comunicar mis necesidades y expectativas de manera efectiva. Aprendí a confiar en mi intuición, a prestar atención a las señales sutiles que antes ignoraba. Me centré en mi bienestar, cuidando tanto mi salud física como mental.

Empecé a meditar, a correr y a cultivar una dieta saludable. En este camino hacia la recuperación, encontré una nueva forma de amor: el amor propio. Finalmente, me di cuenta de que las traiciones pasadas no tienen que definir mis futuras relaciones. No todos son infieles, no todos mienten.

Hay personas genuinas y sinceras, y decidí que merezco a alguien que valore y respete mi amor. Ahora, mantengo los ojos y el corazón abiertos, pero también me mantengo alerta. La lección que aprendí de esos episodios de engaño ha dejado una marca en mí, pero no permito que esa marca se convierta en una cadena. Más bien, la veo como un recordatorio de mi fortaleza y mi capacidad para superar la adversidad.

Aquellos que han pasado por la angustia de la traición saben que el camino hacia la curación no es fácil. Pero también saben que es posible. Porque a pesar del dolor y la traición, siempre hay una manera de recuperarse, de reconstruir, de crecer.

Siempre hay un camino hacia adelante. Y estoy decidido a seguir adelante, fortalecido por mis experiencias pasadas y con la esperanza de tener una relación futura mejor, con la otra persona que se encuentre a mi lado, quebrando las cadenas del pasado, conflictos y traumas que todos heredamos de generación en generación.


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