22 Feb
22Feb

—¡Hijo, ve a darle de comer al Diablo!— Esa sin duda era una de las órdenes de mi madre que más me divertía obedecer cuando tenía nueve años, tan solo por el simple hecho de la paradoja que representaba, ya que mi madre era una mujer muy católica.

Diablo era un perro que probablemente abandonaron bajo unas pequeñas escaleras en el acceso a la cancha de usos múltiples que estaba en una especie de isleta o camellón de la calle en que viví, se situaba justo detrás de la pequeña capilla de la colonia a la que mi madre asistía religiosamente todos los domingos, los lunes, martes... bueno lo hacía prácticamente todos los días en cualquier horario.

Diablo apareció una mañana después de una noche de tormenta llena de truenos y rayos intensos, yo fui quien lo descubrió bajo las escalinatas, estaba muy herido, quizá producto de una pela. Diablo era un pitbull totalmente negro, corpulento, de enormes colmillos característicos de su raza, tenía las orejas recortadas en punta y un collar con estoperoles brillantes del cual colgaba una placa en la que venía su nombre, ¡vaya que su imagen hacía honor a su nombre!

Esa mañana había quedado en ir con mis amigos de la cuadra a jugar fútbol, y al subir las escaleras escuché su jadeo y suaves chillidos. Bajé para asomarme y echar un vistazo, al principio solo pude ver esos grandes ojos brillantes que me sacaron un tremendo susto, haciéndome caer de nalgas en el pasto. Lo vi lamiéndose sus heridas temeroso, tal vez por el frío matutino, quizá por las heridas. Volví a casa corriendo y robé del refrigerador una bolsa de jamón y pan de la alacena, cogí un pequeño balde que llené de agua y se los lleve a Diablo, cuando llegaron mis amigos, yo me encontraba observando como comía, todos quedaron sorprendidos al verlo, algunos con miedo, pero Diablo se mostró muy sereno, sabía que no le haríamos daño. Todos acordamos en llevarle de comer un día a la semana y cuidar de él, eran vacaciones de verano, así que tendríamos tiempo de sobra, creo que eso fue el sello de nuestra amistad con el perro, a lo que más adelante llamamos “nuestro pacto con el Diablo”.

Como a los diez días Diablo salió de su refugio en una tarde cuando jugábamos bote pateado, los gritos y el ruido del bote de plástico lo animaron. Por primera vez vimos lo majestuoso de aquel animal, que a pesar de los días de una alimentación tal vez no lo suficiente para su tamaño, aún lucía imponente; grandes músculos se notaban en su cuerpo, un pelaje brillante y sedoso se podía apreciar donde no había tierra y sangre. Todos nos quedamos quietos, temerosos, no sabíamos que hacer, él corrió hacia el bote un poco torpe pero juguetón, movía la cola alegre, se acercaba y olfateaba a cada uno. Cuando llegó conmigo fue tanta su euforia que casi me tira, seguro estoy, que sabía que fui yo quien lo ayudo por primera vez, y casi podría jurar que nosotros fuimos los primeros que le trataron bien y con cariño en toda su vida.

Casi le dio un infarto a nuestros padres el día que Diablo se apareció por primera vez en la capilla, habíamos ido a misa del domingo, pues tanto yo, como algunos de mis amigos, éramos obligados acudir cada semana y tomar clases de catecismo. Pudo ser el aroma a comida y garnachas que se vendían afuera en una especie de quermés, lo que llamó su atención. Yo comía unos ricos tacos de canasta que tanto disfrutaba, cuando escuché su ladrido, lo vi correr hacia a mí y no pude hacer nada, algunos papás jalaban a sus niños entre murmullos de temor y pánico. Diablo solo quería jugar y allí estábamos todos sus amigos, mi madre asustada me gritaba con voz y cara de espanto; que me alejara de esa bestia.

—¡Quieto Diablo!— dije en voz alta. Todo los feligreses y el sacerdote enmudecieron al escucharme y más de una señora de la tercera edad se santiguó, mis amigos soltaron la carcajada. El ahora noble y juguetón perro, se sentó sin dejar de mover la cola, le invité de mis tacos y lo saqué del lugar.

Más tarde tuve que explicar a mi madre todo lo sucedido y de como Diablo se había vuelto un amigo y parte de la pandilla, de la forma en que nos turnábamos para darle de comer, y de donde vivía. No estuvo para nada de acuerdo y amenazó con convocar a una junta de vecinos para poder echarle a la perrera. Mis súplicas y llantos fueron en vano, fui castigado y obligado a permanecer en mi cuarto, sin tele, sin juegos ni nada divertido. Afortunadamente era domingo y los servicios municipales de control animal no laboraban. Subí a mi recamara, y vi por la ventana a Diablo al otro lado de la acera, estaba sentado, quieto, sin dejar de mirar a mi casa, lo miré con nostalgia, no sabía que sería de él en la perrera, eso me entristeció y me acosté a dormir para no pensar en ello.

Abajo mi madre cocinaba la comida del día, me llegaba ese ahora tan entrañable aroma a fríjoles en olla de barro que le gustaba poner a cocer. Aún enfurecida conmigo refunfuñaba mientras elaboraba sus artes gastronómicas, herencia de la abuela. El timbre de la casa sonó; era una de las vecinas que iba a reclamar por que “mi perro” no se movía de donde yo lo vi a través de la ventana y eso le incomodaba, además de darles miedo, pues al querer espantarlo Diablo se puso a gruñir a la defensiva, así mi madre y la vecina comenzaron una discusión absurda al respecto.

En la cocina, la olla de los frijoles hervía a toda flama, la intensidad del hervor comenzó a producir esa espuma que se genera al cocinar estas leguminosas, y comenzó a regarse tanto, hasta apagar la flama de la parrilla. El gas siguió saliendo mientras mi madre continuaba en su discusión con la vecina. Al otro costado de la estufa mamá tenía una cazuela prendida con aceite para el guiso del día, cuando el gas que escapaba llegó hasta la parrilla aún prendida, se generó una flama tan fuerte que incendió rápidamente las cortinas, la cazuela se volteó, regando el aceite caliente por todos lados, esto sirvió de combustible y en un santiamén toda la planta de abajo ardía en llamas. Yo no me di cuenta, seguía recostado en la cama, los gritos desesperados de mi madre y la vecina me desperezaron, en la ventana una cortina negra de humo y fuego golpeaba el cristal como queriendo entrar. Quise salir de la recámara por la puerta, pero las llamas habían avanzado rápido y ferozmente, al tomar el puño de la cerradura, este quemo la palma de mi mano, la acción de girar la perilla y jalar fue tan rápida como el ardor que sentí, que la puerta logro abrirse, aunque con eso solo logré que el humo entrara e invadiera por completo la habitación, no había manera de salir, la casa se había convertido en un infierno.

La gente afuera comenzó a conglomerarse, los vecinos empezaban a hacer esfuerzos en vano por querer apagar el fuego, echaban cubetas de agua que no hacían más que expandir las llamas. Diablo, desde el mismo lugar donde lo vi, ladraba intensamente sujetado por dos de mis amigos que llegaron al ver las llamas. El perro comenzó a sacudirse para liberarse, lo hizo con tanta fuerza que no les quedó más que soltarle. Diablo corrió hacia la casa sin ningún reparo, pasando a empujones por entre la gente y sin temor alguno, se introdujo a la casa.

Adentro todo era lumbre, brasas y humo, Diablo avanzó cual si conociera cada rincón, el fuego quemaba su pelaje y su piel a cada paso que daba. Cuando entró a la recámara yo estaba tirado en el suelo, los ojos me ardían y lagrimeaban por el intenso humo pero pude ver su silueta a través de las llamas, sus ojos no mostraban miedo, ni temor, solo valor, es como si estuviera en su habitad. Sentí como tomó mi playera con su hocico y comenzó a arrastrarme con fuerza y destreza, mi delgada complexión creo fue de mucha ayuda para facilitarle la tarea, él tiraba con habilidad, yo sin fuerzas solo me dejaba ser arrastrado sintiendo que mi nariz y garganta ardían por dentro, no paraba de toser, en mi paladar el sabor a quemado me impedía salivar, mi cuerpo azotaba al bajar las escaleras, no tenia energías de nada, comencé a escuchar los murmullos y gritos de la gente, y ahí entre ellos, los inconfundibles ruegos y rezos de mi madre, de pronto algo cegaba mi vista. Algarabía, júbilo, aplausos comenzaron a escucharse, sentí las lágrimas de mi madre en mi rostro y mis ojos se empezaron a clarear, había sido el sol que destelló mi mirada, que me impidió ver la salida. Las sirenas de los cuerpos de bomberos y ambulancia invadieron el lugar, sentí una babosa y larga lengua recorrer mi mano; era Diablo, me lamía como diciendo “lo logramos, amigo”.

—¡Escuchó mis rezos hijo!, ¡Dios escucho mis rezos y logró salvarte mi cielo!— dijo mi madre entre lágrimas.

—No fue Dios quien me salvó, madre, ¡fue el Diablo!— Contesté. Con mi respuesta logré una sonrisa en el rostro de mamá secando sus lágrimas y dándome la razón.

Diablo tuvo una lenta recuperación, presentaba quemaduras de segundo y tercer grado en casi el setenta por ciento de su cuerpo. Yo estuve un par de días en el hospital por quemaduras leves. Cuando lo recogimos en la veterinaria tanto él, mi madre y yo, nos ahogábamos entre lágrimas, juro que eran lágrimas las que vi en los ojos de mi gran amigo de cuatro patas que viviría con nosotros hasta el día que tuvo que partir hace un par de años.

No sé que haya después de la muerte de los humanos, mucho menos de los perros, lo que si sé, es que si hay algo más allá, mi Diablo ya está en el cielo.

Omar Darío Darikovsky

Imagen tomada de la red.

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