El ateísmo pone en duda la existencia real de Jesús por dos motivos:
1) No existen textos contemporáneos sobre él. 2) No hay pruebas físicas que fundamenten su existencia.
Hay que comenzar por aclarar que los cuatro evangelios canónicos integrados en la biblia, aunque la Iglesia dice que son apostólicos, no fueron escritos por apóstoles. La mayoría de los expertos considera que dichos evangelios fueron escritos entre los años 65 y 100 d. C., así que ninguno de sus autores conoció de primera mano a Cristo.
Los religiosos basan su afirmación de la existencia de un Cristo histórico en un documento de Flavio Josefo, historiador judío nacido en el año 37 (cuatro después de la muerte de Cristo), quien hacia el año 93 escribe su obra Antigüedades judías, donde hay una mención a un Jesús de Nazaret, cuya veracidad, no obstante, es puesta en duda.
Sobre este testimonio, que se tiene por el más antiguo, hay que dejar en claro que fue escrito sesenta años después de la muerte del supuesto cristo. O sea, sigue siendo una referencia no estrictamente contemporánea ni de alguien que lo hubiera conocido directamente. Algo más grave aún es que los textos que escribió fueron mucho después transcritos por católicos que los falsearon introduciendo información muy conveniente para sus propósitos, y es esa la versión que ha llegado a nuestros días. O sea, el Josefo más antiguo del que disponemos es del siglo X, y transmitido y manoseado por los fanáticos cristianos de toda la baja Edad Media. Es decir, es un documento que si bien es anterior a los evangelios, es de todos modos históricamente muy poco confiable. Esta certeza sobre su falsificación es incluso admitida por muchas iglesias cristianas.
Quienes tratan de rebatir el primer argumento de duda de los ateos citan no solo las Antiquities Iudaicae de Flavio Josefo, sino también ciertos fragmentos de Plinio el Joven, que escribió su referencia entre los años 100 y 112, Tácito, que hizo sus referencias en el año 116 o 117, y Suetonio, cuyo testimonio es de aproximadamente el año 120. Sobra decir que ninguno escribe testimonios directos que hubieran visto o vivido, pues todos ellos nacieron más de medio siglo después de la muerte del supuesto cristo, sino informaciones de segunda mano, es decir, reprodujeron tradición oral.
El pasaje de Plinio dice: “5. Y que además maldijeran a Cristo... 6 Estos todos veneraron tu imagen y las efigies de los dioses, y maldijeron a Cristo... 7 (dijeron) que acostumbran reunirse al amanecer y cantan un himno a Cristo, casi como a un dios”.
El de Tácito, que es el más firme, dice: “Por lo tanto, aboliendo los rumores, Nerón subyugó a los reos y los sometió a penas e investigaciones; por sus ofensas, el pueblo, que los odiaba, los llamaba ‘cristianos’, nombre que toman de un tal Cristo, que en época de Tiberio fue ajusticiado por Poncio Pilato; reprimida por el momento, la fatal superstición irrumpió de nuevo, no sólo en Judea, de donde proviene el mal, sino también en la metrópoli [Roma], donde todas las atrocidades y vergüenzas del mundo confluyen y se celebran”.
Este es el de Suetonio: “A los judíos, instigados por Chrestus, los expulsó de Roma por sus continuas revueltas”.
La duda mayor que contamina estos textos es que no hablan directamente de Jesús (el nombre del personaje), sino de cristo, que no es un nombre, sino un título, que se puede traducir como mesías o como el ungido. El mesías es un personaje esperado desde siempre por los judíos, y Jesús no es el único en la historia a quien se le ha endilgado o que ha reclamado este título; de hecho, quizá haya habido más de mil, tanto antes de Jesús como después (uno contemporáneo es un exagente de inteligencia británico, David Shayler, nacido en 1965). Así, cristo puede ser cualquier personaje real diferente de Jesús. En la expresión de Tácito “un tal Cristo” parece entreverse cierta duda en la existencia del individuo o cierta descalificación en el sentido de dudar de que sea un mesías. Además, muchos historiadores creen que Tácito se basó en el testimonio previo de Plinio. El “Chrestus” que menciona Suetonio arroja mayores dudas: ese era un nombre común en la Roma de entonces, como podía serlo Claudio, Patricio o Flavio, así que pudo aludir a cualquier persona, no a Jesús.
En síntesis, no hay testimonios realmente contemporáneos, y los pocos antiguos que hay que no sean cristianos, o sea, que sean objetivos, son muy dudosos. Hubo historiadores que documentaron exhaustivamente todo lo referido a esa época, como Filón de Alejandría, Séneca, Plutarco, Aulo Gelio y Valerio Flaco, pero ninguno de ellos hizo referencia alguna a Jesús. Eso hace el asunto aún más sospechoso.
2) Sobre la segunda duda, hasta donde sé la única prueba física que se aporta sobre la existencia de Jesús es el sudario de Turín, o sábana santa, que indiscutiblemente es un falso histórico sobre el que no vale la pena detenerse (tres laboratorios dataron la tela entre los siglos XIII y XIV (años 1260 a 1390).
Aparte de ello cabe preguntarse por qué, si Jesús, por ser dios, sabía de antemano la polémica que se armaría sobre su existencia en siglos posteriores, y que obstaculizaría la propagación de su discurso, no dejó pruebas fehacientes de su existencia. ¿Por qué no escribió directamente un libro con sus principios? ¿Por qué no obró un prodigio ante Pilatos y los sacerdotes judíos que reclamaban su muerte, para que ninguno albergara más dudas sobre su naturaleza divina?
De todos modos, la posición atea reconoce que si bien hay un gran margen de duda sobre la existencia de un Jesús histórico, las pruebas que podrían aducirse para negarlo no son del todo satisfactorias, así que admite la posibilidad, si bien un tanto remota, de que pudo haber existido. Pero, por supuesto, que haya existido es una cosa; que sea un dios, otra muy distinta. Admitir la posibilidad de lo primero no implica admitir la posibilidad de lo segundo.
Si a estas dudas se suma una interpretación como la que da el documental Zeitgeist, en el que las similitudes de Jesús con una multitud de dioses solares anteriores, en cuya raíz está el dios egipcio Horus, está bien fundamentada, al punto de que las coincidencias resultan innegables, y se puede probar que las mitologías mencionadas existen y no han sido falseadas por el documentalista, surge la duda razonable de que Jesús pudo haber sido solo una figura mítica, y no real.
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