La vanidad es una religión con muchos fieles. Los hay de distintas edades, razas y condiciones sociales, pero tienen una característica común: todos llevan máscara. Sacrifican sus verdaderos rostros en el altar de la apariencia para conseguir la admiración, valoración y respeto de su entorno. Apuestan por el culto a la imagen como camino hacia el éxito y la felicidad. De ahí que necesiten alardear de sus cualidades y presumir de sus triunfos. Sin embargo, quienes viven demasiado pendientes de dejar claro el propio mérito en todo lo que hacen suelen pagar un precio muy alto. Se convierten en esclavos de su propio disfraz.
Adicta a la mentira y manipuladora por naturaleza, la vanidad nos aísla de la realidad. Su embrujo nos convierte en rehenes de la imagen que queremos dar a los demás. Nos lleva a ocultar nuestras carencias, lo que nos condena a vivir una vida falsa, coreografiada, de cara a la galería. Pero encerrar bajo llave nuestras inseguridades y nuestra vulnerabilidad no las hace desaparecer. El hecho de no aceptar nuestros defectos y debilidades nos lleva a negar una parte de nosotros mismos, y eso termina pasando factura. El culto a la apariencia crea personajes, no construye seres humanos. Y los personajes tienden a vivir pendientes de lo accesorio y olvidar lo verdaderamente esencial.
De ahí que la vanidad crezca orgullosa al son de los halagos, que generan una satisfacción tan inmediata como efímera. Busca su alimento en los aplausos ajenos, sin atreverse a cuestionar si ésa es la fuente de la verdadera felicidad. Se contenta con el respeto de los demás, olvidando el respeto que nos debemos a nosotros mismos. Nos convierte en seres dependientes de una máscara ficticia, lo que nos impide ser aceptados y valorados por lo que realmente somos. Esta dolorosa realidad nos sumerge en una perenne sensación de malestar, que tratamos de obviar centrándonos aún más en la perfección de nuestro disfraz. Como pavos reales, seguimos atusando nuestras plumas y desplegándolas a la menor ocasión. Pero lo cierto es que no lograremos un bienestar genuino y sostenible hasta que nos atrevamos a conectar con nuestra autenticidad, aceptando nuestra luz y también nuestra sombra, más allá de máscaras y maquillajes de cualquier tipo.
“Vigila la máscara que te pones, porque con el tiempo puedes terminar por olvidarte de quién eres realmente”, Alan Moore
Vivimos en una sociedad que ensalza un determinado ideal de belleza. Que promulga unas maneras de actuar y comportarse muy concretas. Y que propone una todavía más ajustada definición de éxito. No hay más que encender esa caja de entretenimiento que llamamos televisión, o en un fonito entrar a facebook, Instagram o un grupo de WhatsApp y dedicarnos a observar. Como si de una visita al circo se tratase, podemos deducir que un logro no es tal a no ser que el público lo avale. Así, el éxito o el fracaso no se miden por los resultados internos que obtenemos, sino por los que nos dictan los demás. Parece que la fórmula de la felicidad se esconde siempre en algo que está fuera de nosotros mismos. En la pareja, en una casa más grande, en un trabajo mejor, en un coche nuevo, en un diplomita más, en un cambio de look… es más, parece que la satisfacción de comprar un coche último modelo sea proporcional a la envidia de todos aquellos que lo miran con deseo o; que el diplomita ya te haga un ser con poderes sobrenaturales.
Así, poco a poco, vamos construyendo la creencia de que ‘tener’ ciertas cosas y ‘actuar’ de una determinada manera nos hace mejores que los demás. Y la promesa subyacente: que el ser mejores implica que nos sentiremos mejor, más completos, más felices. Parece que estas son las reglas del juego. Tierra fértil para la vanidad y la soberbia. Alardear nos hace sentir poderosos. Pero la triste realidad es que este poder tiene un lado oscuro: nos intoxica. Y lo cierto es que nunca ha estado en nuestras manos, pues desde el primer momento lo estamos delegando en aquellos que nos rodean. Es la tiranía de los aplausos. De vivir a través de un personaje, actuando en el teatro en el que a menudo terminamos por convertir nuestra vida.
Son muchos quienes viven en la jaula de las apariencias. Obligados a posar como maniquíes en un escaparate. Marionetas en manos del juicio ajeno. Y sin apenas tiempo para plantearnos qué importa más: ¿lo que piensa la gente o lo que pensamos nosotros? Sacando punta al asunto, la opinión de otras personas tan solo tiene importancia si nosotros se la concedemos. Así, muchas veces terminamos por asumir como propios los criterios mayoritarios, pese a que en muchas ocasiones no estén en consonancia con nuestros verdaderos valores y necesidades. Tal como afirmó el periodista Emile Henri Gauvreay: “Hemos construido un sistema que nos persuade para gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para impresionar a personas que no nos importan”.
Lo cierto es que superar el condicionamiento sociocultural recibido no es un trabajo fácil. Incluso se considera que la salud mental consiste en adaptarse a los parámetros convencionales de una sociedad, sin importar si dicha sociedad está sana o enferma. Y cuando alguien opta por vivir renunciando a diluirse en la conducta mayoritaria, se le suele tachar, como poco, de “raro”. Es el precio de la autenticidad.
“Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir”, Honoré de Balzac
La vanidad es traicionera. Nos limita en todos y cada uno de los ámbitos de nuestra vida, porque nos lleva a considerarnos superiores y a gritar a los cuatro vientos lo seguros que estamos de nosotros mismos y de nuestros logros. Sin embargo, esta tendencia delata nuestras carencias emocionales. Anhelamos que nos quieran tal como somos, pero no mostramos nuestro verdadero rostro por miedo al rechazo. Así, demasiado a menudo vivimos en la cárcel de lo que piensan (y dicen) las personas de nuestro entorno, acechados por el fantasma de la eterna comparación.
Solemos esperar que los demás llenen nuestro vacío y cumplan nuestras expectativas, pero la realidad es que tan solo nosotros podemos llenarlas. Liberarnos de la tiranía de la vanidad pasa por conquistar nuestra propia confianza y conectar con la humildad, que pasa por comprender que cada persona tiene algo de lo que podemos aprender. De ahí la importancia de conocernos a nosotros mismos y aceptar lo que vamos descubriendo acerca de quiénes y cómo somos. De este modo, entraremos en contacto con una visión más objetiva de nosotros mismos, que nos permitirá cuestionarnos y evolucionar, comprometiéndonos con nuestro desarrollo como personas. Si creemos en nosotros mismos y en nuestras posibilidades, dejaremos de vernos arrastrados por las opiniones ajenas. Y así seremos capaces de tomar las riendas de nuestra vida, abandonando nuestro disfraz y conectando con nuestra autenticidad.
No en vano, ser auténticos significa ser íntegros, respetando nuestros valores y principios, siendo fieles a nuestro camino más allá del ‘qué dirán’. Trascender nuestra vanidad pasa por empezar a valorarnos por la persona que somos, no por la que creemos que deberíamos ser. Y aplicar esta misma premisa a la manera en la que vemos a los demás. Eso supone romper con muchas creencias y convenciones instaladas en lo más hondo de nuestro inconsciente. Aprender a pedir perdón forma parte del proceso. También atrevernos a descubrir lo que es verdaderamente importante para nosotros. No en vano, desprenderse de la máscara de la vanidad requiere un compromiso a largo plazo. Significa renunciar a las plumas con las que adornamos cada una de nuestras apariciones, apostando por la sencillez que existe más allá de la distracción superflua del despliegue de colores. Supone renunciar a ser el centro de la atención ajena y comenzar a ser el centro de nuestra propia atención. Implica dejar de mirar los deslumbrantes fuegos artificiales para poder admirar el brillo de las estrellas.
En última instancia, la vanidad no es más que un espejismo en el desierto. Parece hermoso, despierta admiración, invita a la persecución. Pero no por ello deja de ser un triste montón de arena en un espacio vacío. Podemos decidir seguir viviendo bajo el síndrome del pavo real, encerrados en el zoológico del entretenimiento ajeno. O despertar del sueño y mirarnos en el espejo de la honestidad. Solo así podremos iniciar el cambio hacia la persona libre y auténtica que podemos llegar a ser. Y cada vez que nos asalte el pensamiento que “si no brillamos, no nos amarán”…recordar que si no nos amamos a nosotros mismos, jamás brillaremos de verdad.