10 Mar
10Mar

Algunas veces en mis viajes por diferentes ciudades, he visto monjes del Tíbet, de la India, del Japón y de la China. Al charlar con ellos, por lo general, son hombres serenos, solícitos, reflexivos y en paz con sus mantos de color blanco, bordó, ocre o naranja. Igual observo cantidad de no monjes trajeados como tales en un afán por sentirse “iluminados” y aparentar una paz que no tienen, pero que es lo que quieren que la gente crea.

Una vez muy de mañana, observaba el movimiento del aeropuerto de Lima: la sala de espera llena de ejecutivos con teléfonos celulares, sus notebooks sobre las piernas o encima de una mesa, preocupados, ansiosos, generalmente comiendo apuradamente y en forma compulsiva más de lo que debían.

Pensaba viéndolos en su ritual; muy seguramente ya habrán desayunado en sus casas lo que la esposa o la empleada hubiera preparado, pero, como la compañía aérea ofrecía un desayuno por la demora en los vuelos debido a una densa niebla, todos comían vorazmente. Aquello me hizo reflexionar:

¿Cuál de los dos modelos produce felicidad? ¿El de los monjes o el de los ejecutivos?

Ni que decir de cómo anda ahora la vida de un chico o de un adolescente. Un día, en Medellín al salir de mi departamento, me encontré en el ascensor con María José, una nena de 10 años, eran las 9 de la mañana, y solo por curiosidad le pregunté:

  • ¿No vas al colegio?
  • Ella respondió: “No, voy por la tarde.”
  • Así que le dije: Qué bien, entonces por la mañana puedes jugar, dormir hasta más tarde.
  • “No”, respondió ella, “…tengo tantas cosas que hacer por la mañana...”
  • ¿Qué cosas?, le pregunté.
  • “Clases de inglés, de baile, de pintura, de natación”, y comenzó a detallar su agenda de muchachita robotizada.

Me quedé pensando: Qué pena que María José no dijo: ¡Tengo clases de meditación! Estamos formando una generación de súper hombres y de súper mujeres, totalmente equipados, pero emocionalmente infantiles.

Le escuchaba a mi primo Tiberio que una ciudad progresista del interior de San Pablo en Brasil tenía en 1960, once librerías y un gimnasio; hoy tiene ¡setenta gimnasios y tres librerías!

No tengo nada contra el mejoramiento del cuerpo, pero no deja de ser preocupante la desproporción con relación al mejoramiento del espíritu. La gente ahora solo piensa en términos de belleza, pienso que moriremos esbeltos:

¿Qué cómo estaba el difunto? ¡Oh, una maravilla, no tenía nada de panza y cero celulitis!

Pero ¿Dónde queda la cuestión de lo subjetivo? ¿De lo espiritual? ¿Del amor? ¿De los valores?

Hoy, la palabra es “virtualidad”. Todo es virtual. Se ha perdido el contacto físico. El facebook, el Twitter, el WhatsApp, el Instagram y las demás redes sociales se han encargado de hacerle el funeral. Encerrado en una habitación, en Buenos Aires, un hombre puede tener una amiga íntima y sostener con ella una relación sexual virtual en Tokio, sin ninguna preocupación como por ejemplo ¡conocer a su vecino de al lado!

Todo se ha vuelto virtual. Somos místicos virtuales, amigos virtuales, religiosos virtuales, ciudadanos virtuales. Y también nos volvimos éticamente virtuales...

La palabra de hoy en día es “entretenimiento”; todo es diversión, nos manejan publicitariamente. Para evitar que la gente piense, crean programas para el domingo, entonces, ese es el día nacional de la imbecilidad colectiva.

Imbécil el conductor de un programa, imbécil quien va y se sienta en la platea del programa, imbécil quien pierde la tarde delante de la pantalla con sus amistades… virtuales.

Como la nube de publicidad no logra vender felicidad, genera la ilusión de que la felicidad es el resultado de una suma de placeres:

“Si toma esta gaseosa..., si usa estas zapatillas..., si luce esta camisa..., si compra este auto..., ¡usted será feliz!”

Cuando eres realmente feliz, no piensas en la felicidad.

Sólo piensas en la felicidad cuando no eres feliz.

Yo siempre veo como hay una lógica religiosa en el consumismo postmoderno. Leía que, en la Edad Media, las ciudades adquirían su estatus construyendo una catedral. Pero hoy en día, en las ciudades, se construye un “shopping-center”.

Es curioso, pero la mayoría de los shopping-center tienen líneas arquitectónicas al estilo de catedrales estilizadas; si vamos a ellos no podemos ir de cualquier modo, se impone que es necesario vestir como antes, ropa de misa de domingo. Y luego, allí dentro, se siente una sensación paradisíaca: no hay mendigos, ni chicos de la calle, ni suciedad, todo muy bien ordenado y señalizado.

Nada más entrar a pie o en auto en esos enormes claustros al son gregoriano postmoderno, escucharás aquella musiquita de sala de espera del dentista o de recepción de multinacional.

Comparo y analizo; primero, los varios nichos de todas las capillas con su santo adentro y el escaparate lleno de velitas (ahora eléctricas) y su monedero al lado con un orificio especial para los billetes luego; con los locales del "shopping-center" y sus venerables objetos de consumo, acolitados por bellas sacerdotisas y la caja registradora al frente. Genial similitud.

Es el marketing consumista y degradante de esta sociedad moderna y cada vez más plana y vacía, que para demostrar la satisfacción de la compra la reduce así:

  • Quienes pueden comprar al contado, se sienten en el reino de los cielos.
  • Si debe pagar con cheque post-datado, o con la tarjeta de crédito se siente en el purgatorio.
  • Pero si no puede comprar, ciertamente se va a sentir en el infierno...

Felizmente, todos terminan en una eucaristía postmoderna, hermanados en una misma mesa, haciendo fila para la comunión monetaria y eligiendo el mismo jugo, el mismo helado, la cajita feliz y la misma hamburguesa de Mac Donald...

Cuando por diversión, y alguna urgente necesidad voy a los centros comerciales, acostumbro a decirles a los empleados que se me acercan en las puertas de sus negocios, invitándome a entrar para ofrecerme su mercancía: “Sólo estoy haciendo un paseo socrático”.

Al ver sus miradas confundidas o espantadas, les explico: Sócrates, filósofo griego, también gustaba para bajar su estrés ir al centro comercial de Atenas; cuando vendedores como ustedes lo asediaban, les respondía:

… “¡Sólo estoy observando cuántas cosas existen que no preciso para ser feliz”!

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