Antes de sentarme a escribir este artículo, recordé la frase que siempre digo en mis charlas, “de lo único que podemos estar seguros en esta vida, mis queridos, es que un día moriremos”. Es la única seguridad que tenemos, puesto que el camino de la vida es incierto, lleno de sorpresas y vicisitudes, que en su momento pueden parecer inaceptables y dolorosas, sin embargo, debemos siempre confiar que son parte de un plan perfecto.
Cuando los niños comprenden que somos cuerpo y alma, aceptan de mejor manera la muerte, porque le pueden atribuir algún simbolismo al alma de su familiar, tan querido, abuelos, tíos, padre, madre, etc. Pueden verlo como una mariposa que vuela por el jardín, como parte de la naturaleza que está a su alrededor, ese pensamiento mágico que tienen los niños permiten que vean este proceso al inicio doloroso, pero poco a poco reorganizan sus ideas y tal como lo mencionaba anteriormente, logran verlo como parte de un proceso natural.
En ningún momento me refiero a no dejar fluir las emociones, sino a gestionarlas. Evitar poner resistencia al proceso natural de la vida, vivir el proceso de duelo. Para lo cual los psicólogos recomiendan un acompañamiento profesional para su elaboración y resolución a fin de minimizar mayores consecuencias como enfermedades físicas provocadas por el miedo, sentimientos de culpa intensos, tristeza, depresión o incluso la falta de sentido de la propia vida.
Hasta muy entrado en mi adolescencia le tuve mucho miedo a la muerte. Me aterraban los ritos occidentales, el sufrimiento que los rodea y la poca consciencia con que la vivimos. Lo que más me aterra, es ver que no tenemos las herramientas para atravesarla y para ayudar a otros a sobrellevarla. Me parece inconcebible ver cómo la entendemos de mal y es evidente que gran parte del rechazo que sentimos hacia ella se debe a lo mal planteada que está en nuestra cultura.
Y fue por eso que hace varios años empecé una búsqueda para darle un sentido propio y para encontrar formas, creencias, historias que me permitieran vincularme a ella de una manera diferente. En esa búsqueda, encontré, por ejemplo, que en el Pacífico colombiano, se hacen rituales durante nueve días y nueve noches donde mujeres—cantaoras—vestidas todas de blanco, entonan arrullos y alabaos alegres para acompañar el espíritu de la persona muerta y permitirle encontrar su camino hacia la eternidad. En el Caribe, la mayoría de comunidades afro, tienen una práctica parecida de nueve días y nueve noches rodeadas de cantos, juegos y bailes que ayudan a aliviar y acompañar el dolor de la partida. Para el pueblo Wayúu, del norte de Colombia, en el territorio guajiro, una persona debe ser despedida dos veces. El segundo entierro se da después de un tiempo y de una clara manifestación de la persona muerta, quien se aparece en sueños avisando que ya es hora de su segunda despedida.
Así, he ido explorando, incorporando y encontrando diferentes formas de procesar la muerte, pero tal vez la que he sentido más cercana, pues me ha dado paz y se ha convertido en el ritual más hermoso, ha sido la celebración de Día de Muertos. Una celebración que nace en Centro América, principalmente en México y que guarda mucha información de la herencia indígena local. La creencia es que durante el 1 y 2 de noviembre de cada año, el velo entre la vida y la muerte se vuelve más difuso, se abre un portal y es más fácil acercarnos a quienes ya no están con nosotros. Decir sus nombres, sacar sus fotos, hacerles un altar lleno de color y de ofrendas, son algunas de las prácticas que nos ayudan a trazar un puente para acercarnos a ellos. Lo más lindo de esta práctica es permitirnos traerlos al presente y recordarlos.
La muerte es tan silenciosa como ensordecedora. Ella llega y todo lo acapara, todo lo abraza y todo lo cubre. En los últimos años, he sentido mucho las muertes de familiares y personas a quien les tuve un profundo aprecio, pero por el tema de estar tan distantes geográficamente, no pude acompañarles. Todos han sido momentos muy diferentes en naturaleza y en sensación. Esto me han permitido entender la muerte como una gran maestra del amor, de la vida, del duelo y del dolor, pero sobre todo de la entrega, pues lo mejor que pude hacer cuando llegó, fue rendirme a ella y cada una de sus sensaciones. Así lo viví con la muerte de mi padre, prácticamente en mis brazos, en una fría camilla de un hospital, donde por más esfuerzos que hice, no logré revivirlo de un infarto fulminante. Me resigné a sentarme con ella y dejarme atravesar por sus sutilezas, por la tristeza, por toda la sensibilidad que afloraba; por los mensajes que llegaban en formas de poemas, sueños y metáforas, y por todo lo que envolvía la vida en ese momento de gran y profunda transformación. Entregarme a ese gran rito de paso con mucha paciencia y mucha compasión. Darle su debido tiempo.
Y es que para que la vida evolucione, hay que morir. Todas las veces que sea necesario. No solo aceptar la muerte de nuestros seres amados y hacer las paces con nuestra propia muerte, sino entender que la vida misma está llena de pequeñas muertes; que todo lo que empieza y nace siempre muere. Que todo cambia y que todo se regenera. A veces es necesario que mueran las ideas y los patrones que no van más; algunos procesos, proyectos, ideas y relaciones. Estructuras de vida que cumplieron su ciclo y tienen que cerrarse para dar paso a formas nuevas. Entendiendo esto, entendemos también que la muerte no tiene que ser una tragedia, que es inherente a la vida—igualmente sagrada. Esta aceptación nos ayuda a trascender y finalmente nos libera.
¿Y entonces, cómo podemos empezar a comprenderla? Ritualizándola. Este es el mejor ejemplo que tenemos para ver la muerte como el fin de una vida terrena. Sin embargo, no el fin de nuestra vida, el cuerpo muere, pero la esencia de mi “YO” pervive por la eternidad, así como el amor que nosotros les tenemos a nuestros seres queridos que se nos han adelantado. Personalmente, he sentido mucha paz cuando logro vincularme sin intermediarios con ella. Yo solo, con mi búsqueda, mis creencias y mis rituales. Desde la astrología, la energía que mejor nos puede conectar con la muerte y con los momentos de gran trascendencia y transformación es la energía de Plutón; el último de los cuerpos celestes de nuestro sistema solar. Padre y señor del inframundo, de la sombra, de los confines de la vida y del más allá. Llamar su energía en momentos de tránsito, hacer en algún momento, en un día muy especial, un altar a nuestros seres amados que ya no están, prenderles una velita y un sahumerio con Plutón para iluminar su camino, hablarles y escribirles, entrar en un espacio de ritual limpiando con una planta de protección como la salvia. También puedes poner flores, sus fotos, su música favorita y algún elemento que haya sido significativo para ellos o algún amuleto que pueda conectar con la energía de Plutón. Pero ese altar no es para dejarlo de forma permanente, solo para alguna ocasión superespecial que te traiga felicidad y la quieras compartir con esa persona por unas horas y nada más.
Te invitamos a comprender y a celebrar la muerte. A tener conversaciones que nos ayuden a acercarnos a ella de maneras diferentes, a explorar nuevas formas. Y así como celebramos y acompañamos un nacimiento o un cumpleaños, acompañemos y celebremos la muerte también. Ábrete al misterio, ábrete a conectar con tus seres queridos que hayan trascendido este plano. Su esencia sigue estando en la memoria, en el amor y en la vida misma.
La Muerte dice: “No soy una desgracia absurda, tengo un significado profundo, soy la gran Iniciadora, la Maestra impalpable, oculta bajo la materia.”
Concluyo este artículo invitándolos a vivir plenamente el día a día. A expresar nuestras emociones ante cualquier situación que se nos presenta en la vida y compartir con quienes nos rodean, siempre con amor, aportando lo mejor de nosotros.