19 Apr
19Apr


La lechuga que usted se sirve a la mesa puede muy bien haber sido regada con amoxicilina o ibuprofeno, sobre todo si el suministrador irriga su huerta con aguas residuales; el pescado que consume puede contener metales pesados, particularmente si se trata de un pez grande, depredador; y el filete de carne quizá proceda de un animal tratado con fármacos o alimentado con piensos basura.

El compuesto organoclorado DDT (difenil tricloroetano) popular insecticida, tan eficaz en la lucha contra la malaria y la fiebre amarilla, ha contaminado hasta al último habitante y rincón del planeta, además de extinguir a especies de fauna y flora. Pese a que fue prohibido en los años setenta, la humanidad y los animales al completo seguimos todavía portando cantidades residuales de ese compuesto. El DDT está hoy presente en las placentas, los cordones umbilicales y la leche con que las madres actuales amamantan a los bebés. Además de DDT, nuestros niños presentan muchas otras sustancias de síntesis en orina y sangre.

¿Es posible hacer un uso sostenible de los productos químicos que mejoran nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, disfrutar de un planeta no contaminado? ¿Podemos seguir vertiendo al medio ambiente todo aquello que nos sobra como si el planeta fuera un sumidero sin fin?

Las nuevas técnicas de análisis, capaces de detectar concentraciones de sustancias químicas que antes pasaban inadvertidas, han puesto al descubierto un universo contaminante nuevo, inherente a nuestro estilo de vida, que surge del uso intensivo de fármacos y drogas, de detergentes, productos de limpieza, higiene y cosmética, así como de aditivos de gasolina, del consumo de alimentos enlatados y envasados y de los innumerables compuestos plásticos sintetizados por la industria química. Es una toxicidad, por lo general, de poca intensidad, pero silenciosa, múltiple, permanente y global, que se propaga por el aire, los alimentos, la ropa o el agua.

Los científicos punteros en el fenómeno advierten que nuestra exposición creciente y masiva a estos compuestos está contribuyendo de manera significativa al aumento de los cánceres, la caída de la fertilidad y el incremento de la diabetes, además de a la aparición de superbacterias resistentes a los antibióticos.

Los experimentos realizados con peces, moluscos y gasterópodos permiten a los investigadores atribuir a los disruptores endocrinos fenómenos de feminización, hermafroditismo y masculinización, malformaciones en recién nacidos, el desarrollo de cánceres de dependencia hormonal —mama, próstata, ovarios—, el aumento de la infertilidad y el crecimiento de tejido endometrial fuera del útero (endometriosis). Otro ejemplo: la pérdida de cantidad y calidad del semen es un hecho. Se sabe que el conteo espermático cayó casi al 50% durante el periodo 1940-1990.

A los viejos contaminantes persistentes que entraron en la cadena alimentaria humana y animal décadas atrás, antes de ser prohibidos, se están uniendo los 140.000 productos sintetizados por la industria química. Solo unos 1.600, el 1,1%, han sido analizados para determinar si son cancerígenos, tóxicos para la reproducción o disruptores endocrinos, así que nos quedan por analizar los 138.400 restantes”. Todos los años salen al mercado entre 500 y 1.000 nuevos productos. Solo el comercio mundial de automóviles supera al de las sustancias químicas.

El poder de producción e innovación de la industria química farmacéutica y alimentaria es muy superior a la capacidad de control de las Administraciones.

No todo lo que viene con el progreso es para bien. Antes, considerábamos que el tejido adiposo era neutro, pero ahora vemos que muchas sustancias se acumulan en él, son obesogénicas. También comprobamos que los niños más expuestos a los compuestos organoclorados (plaguicidas y PCB) tienen menor desarrollo físico y neurológico; que hay compuestos organobromados en plásticos y espumas; que los bisfenoles están presentes en la capa interior blanca de las latas de conservas y en diversas resinas; y que el teflón, el compuesto perfluorado que forma la capa antiadherente de las sartenes, termina en nuestro estómago. A este largo listado hay que añadir otro montón de sustancias que se encuentran en los productos de limpieza, cosmética o protección solar, algunos con propiedades de disruptores endocrinos, pero, en general, poco conocidos en sus efectos sobre la salud.

Sabemos que los microplásticos utilizados en la fabricación de bolsas, contenedores de bebida y comida, envoltorios y juguetes pueden durar hasta 100 años en el mar, ser ingeridos por peces mesopelágicos (que navegan entre la superficie y los 200 metros de profundidad) y pasar a formar parte de nuestra cadena alimentaria. Es lo que se llama la “contaminación interior”. Al igual que la OMS (Organización Mundial de la Salud), las agencias europeas reconocen que, efectivamente, algunas de las sustancias sintetizadas pueden causar infertilidad, diabetes y cáncer. Admiten igualmente que el cuerpo humano no es capaz de metabolizar compuestos plásticos y otras sustancias utilizadas por la industria.

El hombre ha estado siempre expuesto a mezclas complejas de compuestos químicos, pero el número y variedad de ellos, en su mayoría sintéticos, han aumentado de forma exponencial en las últimas décadas y en un periodo de tiempo corto que hace difícil que la naturaleza pueda adaptarse.

Un obstáculo mayor a la hora de asentar la certidumbre científica en los foros de la industria, las Administraciones y la política es la dificultad de establecer con exactitud qué cantidades de las sustancias disruptivas representan un peligro objetivo para el ser humano. Se sabe que en los momentos críticos de la gestación y la primera infancia una pequeña dosis puede ser muy dañina. El bebé que mama leche contaminada no va a caer fulminado en el acto, desde luego, pero puede tener un problema de fertilidad décadas más tarde. Si asociar causa (contaminación) y efecto (enfermedad) en el plano individual resulta difícil, lo es mucho más evaluar con precisión las consecuencias de la exposición múltiple ambiental, el denominado “efecto cóctel”. Somos más complejos que los peces y a nosotros enfermar nos lleva su tiempo, pero la exposición continuada a bajas dosis y sus efectos están ahí.

¿Qué hacer? Dar marcha atrás en los hábitos de consumo parece una quimera. ¿Acaso podemos prescindir de los plastificantes y del resto de policarbonatos que se nos han hecho indispensables y sustentan parte de la economía? ¿Habría que prohibir la píldora anticonceptiva y el tratamiento contra la menopausia, dos de los estrógenos sintéticos que más disforia de género producen? La retirada del mercado del Vioxx, el antiinflamatorio cardiotóxico, solo se produjo en septiembre de 2004 después de largos meses de debate y cuando el número de sus víctimas se contaban por miles. Hubo que esperar a junio de 2011 para que la UE prohibiera los biberones de plasma de policarbonato de toda la vida. A propósito de las actuaciones de la multinacional Monsanto, acusada de amañar mediante sobornos informes falsamente científicos favorables a sus intereses, la Corte Penal Internacional ha propuesto incorporar el delito de ecocidio para quienes “causen daños sustanciales y duraderos a la diversidad biológica y a los ecosistemas y afecten a la vida y salud de las poblaciones humanas”.

Parece obligado que determinados fármacos —el amidotrizoato y el iopamidol (utilizados como medio de contraste en rayos X), la carbamazepina (de uso en el tratamiento de la epilepsia), el diclofenaco (analgésico) y el clotrimazol (antimicótico)— pasen a ser considerados sustancias prioritarias peligrosas por su ecotoxicidad en el medio ambiente. Pero, más allá de las prohibiciones puntuales, lo que se propone son medidas preventivas. La más reclamada por los especialistas medioambientales, aunque costosa, es la instalación de filtros de tratamiento modernos en las estaciones depuradoras de aguas residuales para impedir que los nuevos tóxicos sintéticos pasen al ciclo del agua.

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